Francisco Trujillo: Cañada, en su pasado y mis cosas. Año 1924.

El presidente Alvear y a su derecha el ministro Justo, futuro presidente en la Década Infame 1932-1938

Francisco Trujillo y sus años en el Servicio Militar en Campo de Mayo, cuando Alvear era presidente y Agustín Justo el Ministro de Guerra y jefe del ejército. En el texto relata que "En aquel partido jugó de árbitro el actual presidente del país, entonces teniente primero"; aunque no lo nombra suponemos que debe hablar de Pedro Eugenio Aramburu, presidente de facto y dictador de turno en el momento de publicación del libro en 1956.

Íbamos apagando un nuevo ocaso
de ese tiempo que medimos en años,
y ya cerca asomaba el veinticuatro
cuando una vez más las fiestas campestres
a todos de las manos nos llevó.
La “Quinta del Sastre”, con “Las Rositas”,
esmeraldas escenarios volvieron
a ser después que la juventud dijo
al invierno: ¡Pasa tú de una vez!..
sin pensar que al llamar la primavera
junto también llamaba a su vejez.
Empezaron allá las despedidas
que a conscriptos de la clase del tres
nos hicieron cuatro semanas antes
de aquella mi involuntaria partida.
Bailes, carreras, saltos, carcajadas,
quedaron en los rincones del monte
después que todos el lugar dejamos
trayendo de los pastos los olores,
del aire su caricia y su frescura
y del sol los rayos que allí cayeron.
En las silentes noches de esos días
llamamos a las ventanas del pueblo
respondiendo en ellas todas las niñas
que entonces sabían que el trovador llegaba
a brindarles coplas mientras dormían.
Serenatas pasadas con encantos
de cuerdas que sobre cajas de cedros
trinaron en violines y guitarras,
fueron galanas atenciones delo joven
de ayer, así se dio el último adiós
antes de ausentarnos hacia el cuartel.

Cuando pasaba aquel tiempo, en el puerto
supimos jugare durante las tarde
al futbol con cien marinos ingleses
cuyos barcos anclados allí estaban;
en esos encuentros siempre ganamos.
Nuestros adversarios se presentaban
bien equipados con gruesos botines
estando cubiertas sus pantorrillas
con acolchados que la protegían.
Nosotros nada de aquello tuvimos
y hasta descalzos esa vez jugamos
sin recibir casi el menor rasguño;
más que suerte fue la soltura física
de la edad, que acostumbrada eludía
los golpes que el juego siempre así dio.
La ultima tarde que nos encontramos,
un jugador inglés se nos quejó
de insultos, empellones y demás
 que durante el partido recibió
y cuando el trompa a retreta toco,
el subteniente que nos dirigía,
a los once competentes llamo
para saber de toda la verdad
que encontrar no pudo por existir
entre nosotros solidaria unión.
La falta, al recibir un puntapié
Oscar, de Venado, la cometió,
y como grave no consideramos
todo aquello delindante del juego,
no creímos en mayores consecuencias
pero, así la cosa no termino.
A la mañana siguiente, al tocar
diana, varios marineros llegaron
a nuestro lugar de concentración,
y el oficial, súbito en ese punto
les atendió. Nuevamente formamos
los once soldados y sin poder
escaparnos, el marinero “cargó”
y con su índice a mí me señaló
quedando culpable de todo allí.
A las doce de ese día, a bordo fuimos
el subteniente y yo, donde por su orden
pedir disculpa en el trance debí.
Al pasar a una sala ancha y lujosa,
encontramos larga mesa tendida
donde el vino y la cerveza abundaban.
Ahí formados estuvieron en fila
los marinos de aquel barco extranjero,
y a nuestra llegada, su comandante,
cuadrado al subteniente saludó
y en el acto el afectado marino
al frente nuestro también se cuadró.
Cambiaron los oficiales palabras
cordiales y de inmediato las manos
muy reciamente estrecharon “pactando”
con el fuerte abrazo nuestro, la “paz”.
Saltaron de las botellas los corchos,
los “¡hurras!.. con gorra en alto después
expresaron del brindis ofrecido,
y así pague la falta no incurrida.

En el día anterior a nuestra partida
hacia Campo de Mayo, nos ocurre
con un cabo del ejército un raro
pasaje. Cequeira y yo nos negamos
a brindarle la música pedida
que en bandoneón “Clodo” ejecutaba
mientras la letra a mi cantar me hacía.
Y tanto la indignación le daño,
que un castigo cómico, ¡pero castigo!
concorde a su mentalidad, nos dio.
A sus órdenes, agua en una lata
del rio trajimos, y puesta al extremo
del galpón, con dos cucharas soperas
nos hizo regar el mismo de punta
a punta, hasta echar centenares de veces
su contenido sobre el adoquín
después de vaciar diez latas así.
La pena impuesta no nos asustó
por el contrario, nuestra rebelión
hubo de agradarnos al demostrar
que no por ser “vasallos”, esa fuerza
podía allí sus caprichos imponer.

Ya Cañada se había quedado atrás;
allí a montones los recuerdos míos
sacudían mi existencia que entre “rejas”
vivía al fin un encierro más que injusto.
Un mes antes de partir, trabajamos
como negros sin cesar otra vez
para acondicionar aquel terreno
donde los “misteriosos” el estadio
harían en el “Grande Prado Español”;
y en un cerrar de ojos, la cancha
marcamos. Everton tenía la suya
allá en Lavalle, entre Colon, Ocampo
y Chacabuco, y como ese perímetro
se loteo en el veinticuatro, se vio
precisado a buscar otro lugar,
y valido por su mayor influencia
y a falta de seriedad de sus dueños,
como Aprendices, nos desalojo
del prado, usando la ley del más fuerte
y los etcéteras del propietario.
Injusta recompensa recibí
de los “ingleses”, pues, en el catorce,
con Eleuterio duro trabajé
eliminando hormigas y allanando
el campo que era entonces vizcachera.
Por todo ello, nada en pago cobre,
y diez años más tarde, para Everton
mis brazos le volvieron a dejar
el campo sin hormigas y alimañas,
sin saber ni suponerlo jamás.

En cuanto a Campo de Mayo llegamos
nos ubicamos en el suelo raso;
la noche allí sobre el pasto pasamos.
Al amanecer, parte de mis prendas
no estaban más debajo de mi cabeza
que de almohada hicieron en el profundo
sueño del pasado día sin descanso.
Los conscriptos que de baja salían,
fueron, según se dijo, los autores
de aquel hurto vulgar en el cuartel.
Mate amargo y sal inglesa tomamos
esa mañana estival de febrero;
¡Qué mal pasamos las horas del día
como así la quincena que corrió!
El trece de ese mes, incorporados
a la Compañía de Ametralladoras,
nos tocó aguantar un fuerte castigo
por haber apedreado a un suboficial
en la noche anterior cuando efectuamos
“ruidos molestos” mientras acostados
estábamos en la cuadra y a silencio
entonces había tocado la guardia.
Terminó su acción en: ¡Cuerpo a tierra!..
que sobre los cascotes de una cale
nos obligó a efectuare hasta quedar
en sangre las rodillas y las manos.
Al comandante de la compañía
llevada su queja, ordenó salir
después de rancho de aquel mediodía,
al campo con materiales y mulas.
Nadie de todos practica tenia
para armar mochilas y colocar
sobre las bestias, arneses, pertrechos
y cuando implemento de parque había.
El sol a plomo caía cuando la marcha
iniciaron sin llevar una sola
gota de agua en el tórrido momento.
Las cantimploras exhaustas, le dieron
a la tremenda jornada, el salvaje
improperio que el bárbaro aplico.
Soldados y animales locos de ser,
en los charcos que encontraron bebieron
hasta saciar, y el regreso ocurrió
después de diez horas de andar brutal.
De aquella áspera reprimenda nada
físicamente sufrí por haber
caído esa mañana desde un trapecio
donde las dos pernas me lastime.
Y desde mi puesto de imaginaria
en la cuadra, extraños con las mochilas
a mis camaradas les vi partir.
Sosa, el más obeso de los soldados,
llego vencido, cayendo, después
de las leguas que caminaron entre
cardales, pastos duros y terrenos
quebrados, minados de iguanas, víboras
y hormigas de las bravas que prendieron
con rabia al pisar de los “patrias”.

Carnaval del veinticuatro, sin nada
de alma, sin nada de flores, dormido,
como cambiando de color vivaz
para sumergirse en un gris de otoño,
que era el preludio de su propio invierno.
Las comparsas no tenían el espíritu
ni la gallardía de años anteriores;
las serpentinas cruzaban el aire
perezosas, con el cansancio injusto
de un hastió sin motivo y sin razón.
¿Acaso pasaba la juventud
que tanto en esas fiestas exalto?
Los corsos, las gracias ya no tenían,
ni los motivos de mil pinceladas
ejecutadas en el tiempo pasado.
Las señoritas Malberti, vestidas
con trajes de lujosas fantasías
fueron en primera época el encanto
de aquellos desfiles inolvidables,
a ellas se sumaron en el correr
del tiempo, las tres hermanas Bessone,
Borráz y cientos de niñas luciendo
vestidos, que llevaron sobre vehículos
que anduvieron recubiertos de flores;
los relumbrantes y briosos caballos
tuvieron sobre sus cabezas, flecos
y plumerillos de seda, que en vivos
colores caían cubriendo campanillas
de plata que cantaron al pasar
de las horas que nunca volverán.

Después de haber encontrado muy raras
las fiestas carnestolendas, volvimos
junto con Sosa a La Capital. Allí
un incendio tuvimos que eludir
que bien a los pies nuestro empezó.
Como soldados obligados nos veíamos
a tomar activa parte en la acción
pero nuestro deber, era primero
estar como siempre en el cuartel, donde
la disciplina duro nos moldeó.
La jornada deportiva iniciada
en el ejército, después de marzo,
en distintos equipos me enrolo.
Aquellas actuaciones me trajeron
ventajas que aliviaron mi función
y vida de soldado, colocándome
por las tardes la obligación severa
de entrenarse en pedetrismo, box y fútbol,
siendo por esa causa mi presencia
en el campo de orden cerrado y abierto
casi nula por completo después
de rancho a mediodía, llegando así
a ponernos, a todos, físicamente
en un buen estado de adiestramiento
que nos valió para jugar mejor
y conseguir luego en La Capital
alistarnos en cuadros superiores
de ambas asociaciones futbolísticas.
Hasta entonces no había cobrado nunca
emolumento alguno de los clubes
para jugar. Esa transformación
en mi concepto que sobre el deporte
tenía, surgió por la falta total
de dinero que el soldado padece
durante el tiempo que bajo bandera
está; todo deporte debe hacerse
por el deporte mismo y nada más.

Los meses de amargura lentamente
pasaban en el detestable y rígido
Campo de Mayo. El “lampazo” mojaba
y secaba los pisos de la cuadra
y quien con él diariamente accionaba,
era yo. Los suboficiales creyeron
siempre en mi un rebelde, por no callar
cuando una injusticia mis ojos veían.
Ellos por cualquier cosa se ensañaban
sobre los más débiles y sumisos,
sin contemplación su ira descargaban,
reservando para los más resueltos
castigos sistemáticos, durando
semanas y semanas las morbosas
costumbres que un tanto nos reducían
moralmente, sin lograrnos vencer.
Con mi ayuda, Sosa, al terminar rancho
sin que se nos ordenara, siempre íbamos
a limpiar los “tachos negros” a dos
cuadras de distancia de la cocina.
El peso que los mismos tenían, causa
llegó a ser para todos de un esfuerzo
mayúsculo. El verdadero castigo
no era limpiar “la grande olla tiznada”,
sino llevarla a pulso en viaje de ida
y vuelta hasta su propia residencia.
La vida del soldado, bien colmada
de las privaciones imaginables,
fue para nosotros castigos eterno.
El año corría sin poder templar
allí a nuestros espíritus esquivos,
indomables. Nadie aceptaba el sable
como firme instrumento de derecho
y justicia, preferíamos romper
la tierra, sabíamos que se extraería
de ella el fruto maduro del extenso
surco, premio noble que siempre llega
a los hombres de buena voluntad.

Con Remo y Torasini compusimos
los equipos de infantería en la Escuela
de Tiro. En ellos jugamos en contra
de la artillería con entera suerte
y llegamos cuando representamos
a las diez unidades de la Escuela
en el campeonato de regimientos,
airosamente hasta aquella final
que por la Copa Varela perdimos
después de jugarse tres desempates
en un mismo encuentro. En aquel partido
jugó de árbitro el actual presidente
del país, entonces teniente primero.

En agosto nos tocó desfilar
en La Capital para honrar a Humberto.
Veinte días comimos en La Rural
y de noche dormimos en pesebres
donde los cerdos hicieron lo mismo
cuando allí los trajeron a exposición.
Durante aquellos días nosotros fuimos
llevados por la noche a montar guardia
frente a la residencia principesca
donde un mundo de personas reunidas
en el lugar, dieron nota simpática
que el huésped no podrá olvidar jamás.

Y recuerdo a Bebilacua, conscripto
que de todo “entendía”. Él era pintor
sastre, albañil, músico, carpintero,
dactilógrafo, herrero, afinador,
relojero y todos aquello que fuera
para el una buena oportunidad
donde provecho pudiera sacar
para quedar exento de instrucción.
No tengo preciso el día que al señor
que tanto hizo entonces de panacea,
al calabozo fuera por dañar
el piano que afinar se le pidió;
verde salió de aquel extenso encierro.

Una mañana, Domingo Albertengo
y Andrés Bardone, al cuartel de visita
llegaron, ofreciendo estos al verlos,
satisfacción profunda. Ellos trajeron
entonces los saludos y memorias
de todos aquellos que recordaban
de nosotros. Ese sábado, Cruger
nos perjudicó al no decir exacto
la verdad sobre sus dos corbatines,
diciendo que no se lo habían provisto.
La inspección realizada en la revista
que el jefe del regimiento ese día hizo,
costo el examen del todos los cofres.
Cruger, en vez de dos de aquellas prendas,
tenía en su poder diecisiete de ellas,
y nuestra salida tardo por el
más de seis horas, recibiendo luego
de sus camaradas “fuertes” reproches.
Por eso nuestros huéspedes tuvieron
que esperar y descansar a la sombra
de varios frondosos sauces llorones;
el “bondi” por fin tomamos de nuevo
y a La Capital nos llevó otra vez.

Recuerdo a Salazar cuando arrojó
sin esfuerzo la granada a setenta
metros de distancia, doblando el tiro
de todos nosotros. Sus brazos eran
doblemente musculosos, sus formas
parecían esculturales, surgidos
de una estatua griega, donde su fuerza
también parecía venir de los hombres
que en los circos romanos doblegaron
por los cuernos a los toros bravíos.
Surgió este compañero de los áridos
pampeanos, tenía su tez color cobre,
sus ojos ya habían medido quizás
el infinito de la pampa virgen,
y su pecho habría afrontado los vientos
salvajes de aquella región natal,
por eso ofrecía su cuerpo el aspecto
de algo invencible, al extremo fornido,
y hasta su alma era de un atleta puro,
desconocido, sin proezas ni laureles,
teniendo en su corazón de hombre bueno
la generosidad hecha nobleza.

Y también surge Brigante, travieso
como el cachorro felino, locuaz,
al extremo nervioso, aparatoso
y exagerado para señalar
sus cosas, lleno de mañas graciosas.
Una vez incorporado, pidió
junta médica en la seguridad,
que por su “vista”, de baja saldría.
En su primera intentona falló
y no obstante reunió a todos los médicos
ocultistas por segunda, tercera
y cuarta vez, alegando tener
insuficiente visual agravada
por el rigor del viento, tierra y sol.
Los gruesos vidrios que por lentes tuvo
debieron pesar muchos gramos más
que los comunes, por habérsele hecho
en el extremo alto de la nariz,
una cavidad donde se perdía
al arco que se afirmaba sobre ella.
A medida que pasaban los días,
su miopía era menor ante nosotros,
y ya casi al finalizar el año,
nuestro compañero, suma en las pruebas
de tiro, en distancias cortas y largas,
los mejores cómputos, conquistando
por ello al final los primeros premios,
logrando entre estos, un regio cronómetro;
su baja se produjo con el grupo
de los conscriptos castigados; pese
a los trofeos, pesaron más los médicos.

Entre los que ayudaron a pasar
las horas en aquel lugar de encierro,
figura el “comediador” Mariano Félix,
eterno entusiasta por el hipódromo,
de carácter jovial, capaz de darlo
todo por las finas partas de un pingo.
Tanto era su pasión por las carreras
de caballos, que para saciar parte
de su debilidad, creó en el cuartel
a escondidas, un “jokey club” sin equinos,
-once conscriptos hicimos de tal-
y nos adiestraba todos los días
en la pista donde se realizaron
periódicamente las competencias.
Era en las fechas de cobro de “sueldos”
de los soldados cuando se apostaba
más, la mayoría liquidaba allí´
sus cinco pesos mensuales que daba
elñ ejercito a sus hombres entonces
por el servicio de un mes de trabajo
inútil, al extremo bochornoso.
Una noche, Félix, después de rancho,
llegó a la cuadra con un largo sobre
blanco, cerrando y lacrado, con timbre
del regimiento, cuyo contenido
decía: “que la Compañía debía estar
en Buenos Aires con el armamento
en las primeras horas del día entrante
por haber estallado en La Capital
otra gran revolución “comunista”;
la nota tenia al pie sellos y firmas
que le daban un aspecto solemne.
La broma nos espeluznó al principio
y solo, algunos después, advertimos
su travesura, que el “suboficial”
de semana Cejas, creyó, quedando
sumido en un estado de constante
miedo, que lo hizo mil veces temblar.
La reacción del cabo costó a Mariano
decenas de cuerpos a tierra en el seco
barro de la calle que allí lindaba;
un sapo vivo que le colocamos
en la cama al cabo, el final fue
de aquella noche de bromas pesadas.

Caputto fue otro de los pintorescos
muchachos que en aquella compañía
sobresalieron por sus rasgos nobles
exhibidos claramente a la luz
de los actos de buen compañerismo.
Demás fueron para el las represalias
de nuestros superiores prepotentes
a todos ellos respondió con firme
estoicismo; en os trances de cubrir
una falta hecha por un camarada,
lo hacía dispuesto a purgar el castigo
antes de doblar su fidelidad.
Era retraído en su modo de ser,
su tono no lo cambiaba jamás
y para responder a una pregunta
emergida de cualquier superior,
contestaba con voz gruesa, al extremo
caprichosa, secamente, sin mas
palabras que aquellas indispensables.
Una noche antes de retreta, el cabo
primero Acosta, en vez de pasar lista
y comprobar si todos sus soldados
estaban en la cuadra, en alta voz,
y después que quedamos ahí formados,
inició la numeración corrida,
y al tocarle numerarse Caputto,
dijo apagadamente: ¡veintisiete!
A esa respuesta Acosta reaccionó
y de nuevo dio la orden, y a contar
otra vez se empezó con alta voz,
y al llegar el “corrido” hasta “capricho”,
repitió: ¡veintisiete”, en igual tono,
sin ninguna variación al cantar.
Esa actitud molesto al superior
y mando a romper fila, castigando
al instante a nuestro gran compañero
con la pena de repetir más fuerte
el canto veintisiete, tantas veces
como lo hiciera en el tiempo de una hora.
Así ocultó Caputto a los ausentes
esa noche, que en número de seis
estuvieron en las caballerizas
conversando y jugando a las barajas;
el teniente primero Gómez, cuando quería
oírlo ejecutar el bandoneón deciale:
¡A las teclas soldado de la “mala
palabra”, brinda un trozo de tu música!

Pinassi y Bianchi ambularon en horas
de descanso distanciados de todos,
discutiendo sobre temas variados.
Los dos solían acostarse enojados
por haber discrepado hasta en los últimos
minutos de ese día, pero al llegar
la aurora siguiente, juntos de nuevo
volvían a tomar las sendas pasadas.
Durante el año que allí transcurrí,
ese ejemplo de amistad, digno fue
de un gran respeto y del mayor elogio.
Belmonte, aparentemente tranquilo,
observador, astuto, captador
de las intenciones aviesas, que allí
tenían un campo por demás propicio,
obraba bajo una intuición que en el
se destacaba. Rara vez fallaba
su vaticinio sobre cosas propias
del cuartel. Los conceptos que vertía,
jocosos casi siempre, contenían
la mas de las veces, la realidad
de un acontecimiento bien seguro.
Corpulento, de particular modo
en  el andar, su figura tenia
el aspecto de una cordialidad
que la atesoraba en su corazón.
Jamás a un compañero traicionó
ni puso a nadie en apuro, sabiendo
que si decía la verdad lastimaba.
Como el, pero más humilde fue Ginto,
canillita de Avellaneda. Siempre
tuvo este camarada incomparable,
la desgracia de soportar castigos
injustos, y, ¡cuántos de ellos fueron
por salvar seguras imputaciones
que caerían sobre los que no sabían
defenderse! Ese rasgo destacó
la grandeza de su alma y colocó
su nombre en mi recuerdo en el más alto
sitial, donde difícilmente pueda
el tiempo, trasladarlo nunca jamás.
Ya casi a lo último de ese año odioso,
sin libertad y constantes vejámenes
de parte de quienes nos dominaban
a su albedrio y mal nos mandaban,
solíamos con Sosa, Remo y Pinassi
concurrir bajo las plantas que frente
a la fábrica Mataldi estuvieron
junto a las márgenes del rio Las Conchas.
Y durante el transcurso de ese periodo
y en las noches de brillantes estrellas
y más cuando la luna nos plateaba
el corazón y daba impulso a nuestros
pensamientos y en vuelo ponían
todas nuestras ilusiones, también
en cualquier lugar de Campo de Mayo
nos reuníamos a conversar con Bondi,
Mulé, Torasini y Remo. En aquellas
entrevistas surgieron los más caros
recuerdos, ahí fue donde confesamos
todas nuestras cosas, desde los sueños
sobre el porvenir de cada uno, como
aquellos problemas que sacudían
fuertemente los sentimientos nuestros.
Guescua, Peralta, Cervetto, Fontana,
Ratti, Magdaloni y Ramos, quedaron
como todos los demás camaradas
que aquí sus nombres no vienen a darme
el gusto de honrarlos, por escapar
a mi memoria, en el mismo lugar
que entonces escalaron en mi estima.
Después de la última ocurrencia dada
en diciembre por los conscriptos músicos
del cuartel y que consistió en hacerme
pasar como integrante de la orquesta,
la guitarra tuve que “ejecutar”
consiguiendo por ello salir libre
del arresto que tranquilo purgaba
el último domingo del encierro
que tanto a todos nos mortificó
después de esto, llegó la hora esperada,
mil veces en mi interior reclamada.
Casi el setenta por ciento salimos
de baja el trece de diciembre ese año,
quedando los más desafortunados,
aquellos que le sumaron castigos,
algunos estúpidamente dados
y otros, aplicados a ese valor
acrisolados en la fidelidad;
un compañero valía para todos
como vale los hermanos de sangre.
Ya dije antes, que Ginto resulto
ser por salvar a otros, el camarada
que más vivió en el calabozo esa época,
afronto por ellos la pena injusta
para el. No fue en absoluto el soldado
rebelde, sino el más grande encontrado
para mi dentro de aquella prisión;
generoso, como amigo, impagable,
por tal, rindo de nuevo, el homenaje
que siempre tiene en mi recordación.

Llego la baja y desde muy temprano
ese día, la actividad deportiva
rayo al máximo. Después de jugar
cien minutos aquella mañana al futbol,
me tomo correr cuatrocientos metros
en final entre infantes y artilleros
logrando el equipo nuestro, los tres
primeros puestos en el que tercero
me clasifique apareado a los dos
punteros. La fiesta de esa jornada
resulto una magna demostración
de cristalina camaradería
que quizás nunca jamás volvería
a producirse entre todos nosotros.
Cuando ocurrida la liberación
y las despedidas dieron nostalgias
al corazón, sellando los abrazos
el aprecio de una amistad sincera,
una angustia profunda nos ahoga
hasta el alma y como locos lloramos
al darnos el adiós que para muchos
llego a ser el saludos para siempre.
Y partimos así, con distintos rumbos,
todos recordando constantemente a Ginto
que se quedó con sus lágrimas, llorando
nuestra partida con todo el cariño
y la lealtad que allí desparramó.

Cuando tomamos el “bondi” y viajamos
a La Capital, en nuestro regreso
decidí renunciar a un compromiso
que había contraído para trabajar
en la metrópoli. El Club Huracán
quiso contar en sus filas conmigo
-creyendo que mi juego agradaría-
y quien se ocupó de todo esto, fue
un militar de la entidad nombrada;
Cañada tenía más valor entonces
y eso resulto al final el motivo
que me alejo para siempre de aquella

ciudad, un tanto ingrata para mí.

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