El secreto de mis ojos. Conversaciones con Emidio Capanna, un testigo de nuestra historia. Parte 1



Este título no quiere copiar ni generar polémica con el nombre de la película de Juan José Campanella y que ganara el Oscar en el año 2010, pero no encontraba algo parecido para rememorar las vivencias de Emidio Capanna a lo largo de sus casi ochenta y nueve años. Conocí a Emidio cuando empecé a trabajar en el Museo Histórico Municipal en marzo del 2009 y realmente debo considerar que no existe persona en vida que cuente la vida del Cañada de entonces como lo narra él a los largo de sus charlas y releyendo sus cuentos y narraciones. Este trabajo es un resumen de todo lo escrito por Capanna sumado a una serie de entrevista que le realicé a lo largo de estos años.


Hoy Emidio se siente orgulloso del crecimiento de la ciudad, y en reiteradas veces expresa su agradecimiento a la mentora del éxito cañadense en la actualidad, nuestra Intendente Municipal Dra. Stella Clérici. “He visto administrar a la mayoría de los intendentes pero como Stella no vi ninguno, tan práctica, tan sencilla, tan humilde y tan pujante. Si uno recorre los barrios y se acuerda como era antes, te das cuentas del crecimiento de Cañada, volvimos a nacer desde el momento que asumió esta mujer.”

La llegada al país de su familia se debe a las consecuencias que dejó en Italia la Primera Guerra Mundial donde dejó profundas grietas económicas y ante  el rumor de otra posible contienda Ángel Capanna  decide venirse a la Argentina junto a su esposa María y sus hijos Natalia, Vicenta y Emidio de apenas un año y medio de vida.

Emidio, el protagonista de esta historia nació en Penna Sant´Andrea el 27 de febrero de 1924, y cuenta que en alta mar “vinieron unos turcos que al verme a mí tan pequeño, rubio y de ojos celestes le ofrecieron a mi madre comprarme, te podes imaginar el susto de mamá que desesperada les quería hacer entender que de ninguna manera me vendería, pero fíjese lo que es la vida en febrero del ´56 me casé con Nieve, una turca, y de esta no me pude escapar…” Al llegar al país primero se instalaron en Devito, posteriormente en Marcos Juárez y finalmente en Cañada de Gómez. Al arribar, la familia de Carlos Bondi le dio hospedaje a los Capanna hasta que Ángel pudo alquilar cinco hectáreas y poder hacerse una linda quintita.

Su notable memoria hace que hoy podamos narrar los comienzos de Emidio en aquella joven ciudad que era Cañada de Gómez, en esos duros primeros pasos recuerda que con sólo ocho años  caminaba las calles vendiendo en una gran canasta de mimbre facturas, churros y pan caseros, y la principal clientela la encontraba en las puertas del viejo Colegio Nacional ubicado en la calle San Martín entre Ocampo y Ballesteros. Sobre el portón ubicado en esta última se ubicaba Emidio y su canasta a esperar el alumnado.

Fue así que entre café y café Emidio comienza su relato recordando que

«En aquel entonces las calles cañadenses eran de tierra húmeda en el invierno y de polvo volar en las calurosas jornadas del verano. Los callejones no tenían veredas y la mayoría de los terrenos estaban cercados con tejidos de alambres y muchos de ellos recubiertos de ligustrines. Era muy común en esos años ver las patas embarradas, ya que a raíz de las lluvias y la permanente humedad reinante en la zona, los habitantes de la ciudad se ensuciaban con el barro de sus calles y caminos.»   

En su preadolescencia Emidio solía acompañar a su madre con la jardinera a vender todas las verduras que cosechaban en la quinta, donde junto con sus hermanas trabajan desgranando con una máquina el maíz y embolsaban el marlo. Otro de las labores a que se dedicaba su padre era criar pollos y gallinas. En sus descansos suele soñar con aquellas vagonetas tiradas por caballos utilizadas por los lecheros, panaderos, verduleros, y otros repartidores. En cambio la mayoría de las mulas era utilizadas para los carros que se recolectaban la basura. Otro de los trabajos que realizó el joven Mimi fue el de ciruja, recolectando huesos, vidrios, hierro, entre otras cosas que se lo vendía a Mateo Novara.

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